Larra

El 13 de febrero de 1837, José de Larra se voló la cabeza de un pistoletazo. Estaba cerca de cumplir 28 años. Esa misma tarde, el amor de su vida, Dolores Armijo, le había visitado para recoger unas cartas comprometedoras. Era el último adiós. Había decidido volver con su marido.

Al desconsuelo amoroso de su vida privada, se unía la decepción sufrida en la vida pública. Acababa de experimentar un fracaso político. Su esfuerzo reformador a favor de una España moderna se había truncado, y su inicial mirada crítica y mordaz sobre los males del país fue derivando en un progresivo escepticismo pesimista y desesperanzador.

La agitada vida y la muerte de Larra cumplieron los cánones del romanticismo. Se cuenta que de estudiante se enamoró de una mujer que le doblaba la edad, pero el dolor no se produjo porque la dama no le prestara atención, sino al descubrirse que era la amante de su padre. A los 20 años contrajo matrimonio con Josefina Wetoret, una joven de la burguesía madrileña, que le dio tres hijos, pero no la felicidad. En 1831, tras algún otro escarceo amoroso, conoció a la bella Dolores, mujer casada, sevillana, con la que mantuvo una relación apasionada, tensa e intermitente, con trágico final.

En el entierro, un joven Zorrilla le dedicó a Larra una sentida elegía. Apenas unos meses después, Dolores Armijo perdía también la vida. Había embarcado rumbo a Filipinas donde le esperaba su marido, pero el barco naufragó en el Cabo de Buena Esperanza.

 

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