La importancia de nuestro autógrafo expresada en el refranero y la sabiduría popular:
– FIRMA PAPEL Y TE ENCADENARÁS A ÉL
– ANTES MANCO QUE FIRMAR EN BLANCO
Todos asociamos la guillotina a la revolución francesa, pero ¿conocemos en verdad su origen e historia? Aquí la tienes.
El 10 de octubre de 1789 el médico y político francés Joseph Ignace Guillotin presentó a la Asamblea de los Estados Generales una propuesta para establecer la igualdad ante la ley y humanizar las penas.
Hasta entonces, con la finalidad de preservar el control y la obediencia, se aplicaba una justicia basada en el terror ejemplarizante. En este contexto, la pena capital cobraba relevancia, pero el castigo se aplicaba con suma desigualdad. Así, los habituales y bárbaros métodos de ejecución como la horca, la hoguera, la rueda y el desmembramiento, que implicaban altas dosis de tortura y agonía, se dirigían al pueblo llano, mientras que la decapitación con espada o hacha, que era la forma más rápida y limpia de morir, se reservaba a la nobleza.
Las denuncias de los intelectuales de la Ilustración respecto a la tortura, las penas desproporcionadas y la pena de muerte (Voltaire, Beccaria y otros) dejaron huella, de ahí que Guillotin, imbuido por el espíritu igualatorio de la revolución francesa y movido por consideraciones humanitarias, planteó adoptar y perfeccionar un mecanismo de decapitación que ya se utilizaba en otros países europeos, para que fuera aplicado a cualquier reo, con independencia de su origen y a efectos de causarle el mínimo sufrimiento
El doctor Antoine Louís, de la Academia de Cirugía de Francia, fue el encargado de su diseño. Aplicando sus conocimientos anatómicos y quirúrgicos sustituyó la cuchilla horizontal de los artefactos precedentes por otra convexa y oblicua, más efectiva en el corte. Se encargó de su construcción el alemán, fabricante de clavicordios, Tobías Schmidt, y el nuevo modelo fue ensayado con cadáveres humanos y con animales.
Esta máquina de matar, que fue conocida en un principio como la Louisette, terminó siendo bautizada como la Guillotine, denominación que ha permanecido hasta nuestros días.
El primero en estrenarla fue el convicto Nicolás Jacques Pelletier en 1792. Se cuenta que el pueblo quedó decepcionado por la limpieza y rapidez de la ejecución.
Por la guillotina pasaron Luis XVI y María Antonieta en 1793, y el propio Robespierre en 1794. Se estima que durante la época del Terror se cobró más de 20.000 vidas. Uno de los verdugos virtuosos de este instrumento fue Charles Henri Sansón, al que se le atribuyen alrededor de 3.000 decapitaciones, incluida la del rey.
También se abrió un amplio debate en el campo de la medicina en relación a la inmediatez de la muerte. Las contracciones de los músculos de la cara, los movimientos de los párpados y pupilas y los sonidos guturales que se apercibían en las cabezas desprendidas, cuestionaba si tras la decapitación persistía la conciencia durante un breve lapso de tiempo.
En la época de la Revolución las ejecuciones se desarrollaron en diferentes lugares como la plaza de la Grève o del Carrousel o de la Revolución. Con el tiempo, la guillotina se fue trasladando cada vez más cerca de la prisión, hasta quedar ubicada delante de la puerta de la cárcel en 1852. Tras la ejecución pública de Eugene Weidmann en 1939, debido a la resonancia del desdichado espectáculo, se instala definitivamente dentro de la cárcel, oculta al público, hasta la abolición de la pena de muerte en Francia en 1981. El último reo ejecutado por guillotina (1977) fue Hamida Djandoubi, un inmigrante de origen tunecino que había torturado y asesinado a su ex novia.
Se dice que pese a los nobles objetivos de Guillotin, los descendientes del insigne médico solicitaron que se variara el nombre de este sangriento artefacto, pero ante la negativa de las autoridades francesas optaron por cambiarse el apellido.
Ciertamente resulta difícil de asimilar que este terrorífico artilugio deba su nombre a un médico humanista, pero la vida está llena de matices y contradicciones. Ya dijo Victor Hugo en El ultimo día de un condenado, obra que pretendía ser un alegato contra la pena de muerte: “Qué extraño, la mismísima guillotina es un progreso. El señor Guillotin era un filántropo”.